car crash

Nota: Un coche de policia y un taxi acaban de chocar en un cruce, el taxista sale del coche y empieza a insultar. La gente se para a mirar...

Muchas mañanas empiezan raro.



Muchas mañanas empiezan raro. Uno se levanta de la cama, se lava la cara que aparece en el espejo, se coloca los cascos y ve pasar a gente de mentira que se cruza por la calle, en el metro, figurantes de una comedia, de una tragedia, quizá de una película de esas intelectuales, depende de la música del mp3. Pero lo raro de verdad es cuando esa sensación de irrealidad llega hasta la noche, cuando se vuelve a casa y a uno le duelen las manos del frío, y ni siquiera el dolor de las manos devuelve realidad a todo lo que hay alrededor, a la calle que se cruza apretando el paso, a los muebles viejos, las sillas, el flexo, las cintas de vídeo y casete derramadas por la acera en el día del mes en que el ayuntamiento recoge gratis toda la mierda que tengas en casa si la dejas en la acera.

Entre unas cosas y otras, las manos no me parecían mías cuando me agaché a rebuscar entre las fotos que estaban tiradas en el suelo, junto a una bolsa de ropa (jerseys como los que nos hacía mi madre) y a una mesilla. Pude rebuscar a mis anchas porque no estaba cerca mi chica, que se hubiera puesto a gritar (es cierto que cada centímetro de esta calle ha estado en un momento u otro cubierto de pis canino, humano, gatuno; pero soy suficientemente guarro).

Llevaba mucho tiempo queriendo escribir un cuento imaginándome los personajes de las fotos tiradas en la calle. Hay muchas, para elegir, en estos días de recogida de muebles. Está claro que la gente quiere olvidar y, si llega el ayuntamiento y te recoge gratis todo el lastre, nadie se puede resistir, supongo. Ya había recogido un par de tacos de fotos, pero no había podido empezar la historia por más que lo intentara a través de caras sonrientes colocadas en hilera, alrededor de una mesa de restaurante, en la playa (¡Ji, ji! ¡Qué aguadilla!), repeinadas para salir de marcha. Sólo me salía la historia de la ruptura de una pareja que acaba con las fotos de aquellas vacaciones en las que nos enamoramos tiradas en la basura. No quería contar esa historia y era la única historia que me contaban esas fotos. Pero aquellas otras, ese día de frío de dolor de manos, me estaban contando algo distinto que sí quería contar, aunque todavía no supiese qué era.


De las cuatro o cinco imágenes que recogí, fue sólo una la que encendió el gastado motor de mi imaginación. Era un primer plano de una televisión pequeñita, preciosa, kitsch, de esas que hace falta meter monedas para hacer funcionar, igual que las que había visto aquel verano que pasé en aquel lugar decadente de Inglaterra. Pero la televisión era lo de menos, lo que más me llamó la atención fue el reflejo de la pantalla apagada. En él aparecía alguien tirado en una cama de lo que parecía una pensión de mala muerte. Había una cama vacía al fondo y, en otra al lado, una pierna que permitía reconstruir todo lo demás, tal vez la figura de un joven perdido en mitad de un viaje que no había salido como esperaba.






Las otras fotos eran sólo las fachadas de unos edificios que hace 30 años podrían haber pasado por imitación de lujo, pero que ahora sólo se quedaban en pasados de moda, viejos, cutres. Hablé con mi chica y convinimos en que se trataba de Miami. Ella había estado allí, yo no, pero me pareció muy convincente, no sonaba mal y me venía estupendamente para la historia.

El chico tirado en la cama estaba de resaca. El día anterior celebró su despedida de Miami y de Estados Unidos después de tres meses. Tres meses antes había dejado a sus amigos, aquella chica con la que medio estaba, medio no, a su familia, su trabajo en la editorial (él quería ser editor, no administrativo, de hecho, lo que quería era ser escritor) y se había ido a Estados Unidos, con 3.000 euros y 25 años, a escribir una novela, la gran novela americana. De Nueva York se cansó pronto, o quizá fue la ciudad la que se cansó de él. La cosa es que, visto el precio de los alquileres y la imposibilidad de encontrar trabajo, enseguida cogió otro avión hasta San Francisco para hacerse un on the road: en coche hasta Miami.


Así lo hizo, pero bastante mal. Apenas escribía nada más que tonterías, sustituyó los trabajos en bares que imaginaba para irse manteniendo por los giros que le mandaba su madre (que no se entere papá) y, después de la horrible experiencia con unos tipos desdentados y malolientes en el primer pueblo en el que paró, condujo sin descanso y casi sin paradas hasta Miami. Pasó allí muchos días, buscando una excusa para volver a casa sin la humillación de contar la verdad de su fracaso. Incluso tomó esa fotografía de aquel edificio desde el que se planteó (nunca en serio) tirarse. La foto estaría en el sobre, junto a la nota de suicidio. Incluso llegó a escribir la carta de despedida, uno de los pocos textos decentes que había hecho en todo el viaje. Y sonaba convincente esa angustia vital que presuntamente le producía el ambiente norteamericano, sobre todo esa enorme ciudad de vacaciones que es Miami.


Y, de repente, se le ocurrió que una buena paliza sería un buen desencadenante de su regreso. Así que sacó un billete de vuelta a Madrid y se dispuso a dedicar el día a provocar que alguien le diera una paliza. Después pensó que tampoco hacía falta que le partieran las costillas (lo que además haría que perdiera el billete de avión); con un par de puñetazos bastaba. Pero es difícil calibrar el enfado que se provoca en los demás para que el resultado sea exactamente un par de puñetazos, no muy fuertes, pero que dejen una buena marca. Todo el día estuvo dándole vueltas a la táctica de provocación y a la selección del sujeto a provocar. Pensaba, descartaba, bebía. Bebía, pensaba y descartaba.


Así llegó la madrugada, la una (la una de la mañana en EEUU es mucho más tarde que la una de la mañana en España) y por fin eligió al sujeto; ni muy cachas ni muy tirillas, ni muy tranquilo ni muy nervioso. La táctica al final no fue muy elaborada.

--¡Eh! ¡Estúpido!--, le dijo en ingles. --¿Por qué me miras así? ¡No me mires así!--.

Y se abalanzó sobre él para empujarle. Pero el tipo se apartó y él, muy borracho, cayó al suelo de cabeza y se le olvidó poner las manos. El tipo se largó sin dedicarle ni un segundo más, pero el resultado del ataque fue óptimo. El golpe le hizo sangrar la nariz, que se le hinchó, al igual que el pómulo y la ceja. Así que lo celebró con otra media docena de güisquis bañados con la sangre de su nariz.

A la hora de los náufragos, por increíble que parezca, ligó con una mujer (más bien, como siempre, fue ella la que ligó con él) que podía tener entre veintitantos y cincuentantos, según su precisa percepción en aquel momento. Se fueron a la habitación del motel y allí nadie sería capaz de explicar exactamente qué paso; tal vez sexo, quién sabe. El caso es que él enseguida se quedó dormido en la misma postura que le pilló la luz de la mañana. Ella se despertó antes y se vistió. Pero no le robó nada, como cabría esperar. Sólo sacó la cámara de fotos de la funda, le hizo una extraña fotografía a través de la pantalla de la televisión, dejó la máquina sobre la mesa y se fue.


historia de Jonny Caracarton
ilustrado por Clarota

Poemas de "el hombre incompleto"




Todo era oscuro como un culo
todo era gris como abril con persianas bajadas
todo era escaso como el sueño al raso
era vacío y frío bastante tonto
sin ti.







Bastoncillos para las orejas
peusec para los pies
cientonce calamidades por semana
y un ruido de estómago luchando por una buena digestión
a pesar de los pesares
qué le costaba a aquel transeúnte
no morirse aquel día
qué cuesta una cerveza en este sitio de mierda
blando como una sarta de buenas intenciones
un alma desnuda sin amantes
tiritando de rabia más que de frío
de pena más que de soledad
rojos cuadrados en los calzoncillos
y las faldas sin calzoncillos debajo
rojos como la siesta del que no comió aquel día
raros de solemnidad eructando cicatrices
tristes como viejos en la cola del cine
toallas mojadas para las cabezas
zapatillas otra vez de cuadros como las faldas
versos tropezados caídos en la sopa
risas que no lucen porque no se ven pasar
sillas como mulas cargando incertidumbres
granjas de papeles para nada
humores agriados al más mínimo suspiro
caminos dibujados en papel de culo
largos como siempre
pero endebles como cabezas golpeadas cincuenta veces contra el techo.

Solía dormir boca abajo
para no tener que ver el sol al despertar
violaba sus recuerdos
uno a uno
todos
incluso los que había olvidado
para no tener excusas
inclinaba la cabeza al caminar
hacia el suelo
miraba interesado las frenéticas patadas en el aire
de los otros transeúntes
y se preguntaba si es por los pies
por donde nos empiezan a comer los gusanos
cuando dejamos de dar patadas en el aire
para coger el autobús
o el metro
llevaba las manos en los bolsillos
porque casi no podía aguantarse las ganas
de estrangular transeúntes o darles abrazos
caminaba bajo la lluvia
para redimir sus pecados
odiaba pero sin querer buscaba la simetría
una explicación un orden universal
un sentido hasta para las cacas de los perros
y para la existencia de los concejales de urbanismo
no podía comprender por qué no amaba todo el rato
por qué odiaba las telenovelas
las fiestas de guardar y el jamón rancio
por que sentía aquellas ganas a veces
de estrangularse a sí mismo y a los demás
con el mismo cordón umbilical con el que nos condenaron a muerte
no quería que nadie le viera el alma
para no tener que dar explicaciones
solía dormir boca abajo
para no tener que ver el sol al despertar.



Ahogado en esfuerzos
se acordó de aquel tipo
que quiso llevarse el mar en los bolsillos
recordó su cara triste
de piedra rota escondida en las manos






Quiero ser un viejo de bar
salpicando amargura en su metro cuadrado
derramado en la barra
explicando por qué antes era peor
y ahora es una mierda
escupir rencor
entre los esputos de la tos del tabaco
sin remordimientos
y temblando
luchar contra la crueldad de la maldita próstata
en la soledad del baño
pensando en todo aquello que pudiste hacer
pero no hiciste
y claro
viejo asqueroso
todo habría sido diferente
de vuelta en el vaso de vino
con la barba dura de tres días qué importa
con los ojos hundidos tras los párpados azules
qué importan
los días tambaleantes
qué siempre acaban por terminar

Esta vez la rosa era de papel
las sombras sonaron a campanas de muerto
la lluvia cubría hasta los cuerpos soñados
los ciervos no traían amor
esta vez los otros no éramos ninguno
esta vez te equivocaste y lo vi claro sin poder hacer nada
los ojos en las ojeras se rieron por una vez
esta vez nos comimos sin mirarnos y sin querernos
esta vez nos echamos de menos pero nos echamos


Un mono con cara de triste
un triste con cara de mono
la línea
el punto
los errores comunes
los lugares comunes
los presos comunes
el epicentro
el hipocentro
el centro comercial
el centro de estudios CEAC
un poema sin verso
un verso sin ritmo
una subida sin ritmo
una canción sin ritmo
ritmo tropical -¡jei!-
significante y significado
ponte tú a separar
que a mí me da la risa
me tiembla la mano
me tiembla la voz
me tiembla hasta el tiemblo
y el pulso -claro-
y la respiración
un poco de aire
un poco de luz
y un poco de poco
que tocamos a más
ya ves y todo
para no escribir
que todos los minutos que te echo de menos
son minutos al revés
como el que cuenta su edad
por los años que le quedan para morirse
quiero decir
a la postre
que de postre
no estaría mal un soneto
endecasílabo heroico A
endecasílabo enfático B
endecasílabo enfático B
endecasílabo heroico A
y así hasta el final
raro
me quedé sin palabras.

















¿Facilitaría las cosas
que no dijéramos nada
por ahora?
Por ahora
sería mejor escribir sonetos
que no signifiquen mucho
que aireen las vísceras
aunque no las limpien
Es cuestión de dioptrías
entender las cosas
raramente un cocodrilo
pilotó un avión
lo cual no quiere decir que no se muera de ganas



Ha sido un día jodido no ves
que me cruje la espalda y te grito
porque estás aquí cerca y sonríes
Poemas de John Caracartón
Ilustraciones de Clara Simon Philips

Trabajo en equipo


...siempre es más satisfactorio


Margarita y el yonki Rodolfo

















No tuve más remedio que enamorarme de ella. Cuando la conocí, me explicó que no se creía eso de la realidad, porque lo que llamamos realidad está dos veces al revés. Me explicó algo así como que las cosas nos entran en los ojos al revés y que luego el cerebro les vuelve a dar la vuelta. Una vuelta completa, ¿te das cuenta?, completamente descolocado. Siempre me contaba cosas así, unas veces las entendía y otras no, pero siempre se esforzaba mucho para que yo las entendiera. Había sido profesora en la República, antes de Franco. Era muy lista.




Por entonces yo hacía mis negocios en el Retiro y allí estaba siempre ella, sentada en un banco. Me explicó que se aburría en su casa, que quedarse entre cuatro paredes era como estar ya muerta. Un día me preguntó qué hacía. Al principio creí que no era más que otra vieja que me iba soltar un sermón, así que la mandé a la mierda. Pero tenía unos ojos muy bonitos, muy claros, pero muy cansados y un poco tristes, así que me senté con ella. No sé qué se me pasó por la cabeza, pero me dio confianza, no sé. A mí me impresionaba mucho todo lo que sabía sobre tantas cosas. Yo voy de listo, de tío que se las sabe todas, pero en realidad soy un ignorante, pero con ella me daba igual.
Empezamos a hablar todas las mañanas. A mí me venía muy bien, porque la gente que quería pillar me seguía encontrando más o menos en el mismo sitio y, si aparecían los pitufos, Margarita les decía que yo era su sobrino y que la estaba cuidando. Y ella, pues tenía compañía, alguien con quien hablar, porque no veas si le gustaba hablar. Era muy graciosa y muy divertida y sólo una vez me preguntó por esto. Yo no le di explicaciones, se lo conté y ya está, y ella nunca dijo nada, ni bien ni mal. Por lo visto, ella estuvo casada y su marido era alcohólico. Había muerto hacía muchos años.
Traía una fruta también para mí. Aunque yo no tengo hambre casi nunca, me gustaba que la trajera para mí. Nos lo pasábamos bien. Ella era la que me contaba cosas, pero también le hacía mucha gracia escucharme. Era por mi forma de expresarme, decía; ahora con los libros y eso, he mejorado bastante, pero entonces...


Fue una mañana que me desperté detrás de unos contenedores de basura. Era ya tarde, mediodía o por ahí, y lo primero que me vino a la cabeza cuando abrí los ojos fue Margarita. Me pregunté si aún me daba tiempo a verla, porque ella se volvía a casa como a las dos. Y mientras iba corriendo para la boca del metro, iba pensando, -pero con una angustia, no veas-, si llegaría a tiempo. Ni siquiera me fijé que había dos seguratas al lado cuando salté el torno. No me pillaron de milagro. Y cuando ya estaba dentro del vagón, echando los pulmones por la boca, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la puerta, lo vi claro, claro como que tú y yo estamos aquí: me había enamorado de Margarita.


Me entraron las dudas. Margarita era mayor que yo, como cincuenta años. Esto me acobardó un poco. Mi familia no era problema, mi madre no quería saber nada de mí, pero ¿y su familia? Pero pensé que era algo sólo entre nosotros; nuestra historia y de nadie más. Margarita y Rodolfo, y nadie más. Pero, claro, ¿me quería ella? Nos lo pasábamos muy bien, estábamos muy solos, pero... No estaba seguro, Margarita tenía cataratas, así que a lo mejor no se había dado cuenta de que ya se me estaban empezando a caer los dientes. En estas estaba mientras salía del metro. Y mientras entraba en el parque y llegaba a nuestro banco. Pero cuando la encontré, sentada donde siempre, se me fueron de un porrazo todas las dudas. “Te estaba esperando”, me dijo. Me senté a su lado y le di un beso en la cara. Olía mucho a pis. No sabía si me había meado yo encima o si me había meado algún perro. La verdad es que me daba igual y, con unas fuerzas que no sé de dónde me salían, la besé en la boca. Fue un poco extraño, porque la dentadura postiza se le movía un poco y su aliento sabía peor que el mío. Pero no se quitó y fue precioso. Margarita también me quería. No me lo dijo, pero se lo vi en los ojos. Fue una sensación cojonuda, como con el primer pico. Nos quedamos abrazados un buen rato. Fueron semanas preciosas. Las recuerdo como las mejores de mi vida. Nos veíamos en el parque. Seguíamos charlando, paseando, como cualquier pareja. Margarita empezó a traer libros para que yo se los leyera, porque decía que lo más desesperante de ser vieja era no poder leer; enseguida se le cansaban los ojos y lo tenía que dejar. Y yo también le fui cogiendo el gusto.


Quería darme dinero para que no tuviera que pasar y así pudiera estar más tiempo con ella. No lo acepté, sabía perfectamente que ella tampoco tenía mucho. Pero no me importó que me comprara las jeringuillas. Eso estaba bien, era un detalle bonito y no era como mantenerme. Acabábamos de empezar y, claro, pues nos dábamos besos, nos abrazábamos; nos enrollábamos, vaya. Como la gente nos miraba con cara de asco, tuvimos que buscar un sitio apartado. Uno de esos días, yo estaba tumbado con la cabeza sobre sus piernas y ella me acariciaba el pelo. Me dijo que aquello ya era una relación, que teníamos que dar un paso y ya era el momento. A mí lo de la relación no me preocupaba, lo de dar pasos y eso; estaba enamorado. Por supuesto, le respondí que sí, sin dudarlo, aunque no tenía muy claro cómo iba a reaccionar; Margarita tenía por lo menos 80 años.
Nos fuimos a su casa. Vivía sola en un piso en Vallecas, muy cerca de la avenida de la Albufera. Cenamos y bebimos vino. La verdad es que era la situación ideal. Todo muy romántico, muy bonito. Realmente tenía muchas ganas de hacerlo, aunque en el fondo igual era sólo porque no quería perderla. Por lo que fuera, pero estaba decidido. Lo que pasa es que cuando la vi desnuda en la cama, esperándome, no pude. No sabría explicar muy bien lo que me pasó, sólo me acuerdo de la sensación en la garganta, y sus tobillos hinchados. No estaba preparado. Me encerré en el baño y lloré. Me imaginé volver a mi vida sin Margarita y me empezó a doler todo, peor que con el mono. Dolor en las rodillas, en los brazos, en el cuello. Así que saqué una cosa que me había dado un colega que trabajaba en la farmacia de un hospital y me la tomé. No sé qué era, el caso es que volví a salir, le pedí perdón a Margarita y del resto no me acuerdo mucho. Creo que cumplí bastante bien.



A partir de entonces todo se empezó a mezclar con la rutina, aunque eso no me importaba. Yo trabajaba por las mañanas, sentado con ella en el parque. A la hora de comer nos íbamos a su casa. Leíamos, veíamos la tele, lo normal. Luego yo me iba a pillar. Algunas veces volvía por la noche, pero la mayoría no. Yo seguía muy a gusto, pero Margarita siempre quería dar más pasos. Decía que con su edad, no avanzar es como morirse. Me dijo que viviéramos juntos, quiero decir, que me fuera a vivir a su casa. Fue la primera vez que discutimos. Tenía claro mi amor por ella, pero era joven, no quería atarme haciendo algo así. Ella insistió y acepté por fin que me diera una copia de las llaves del piso. No pude hacer otra; nunca soporté verla llorar. Fue un grave error; no estaba preparado.

Habían pillado un alijo enorme y nadie tenía para pasar, y lo poco que encontrábamos, era a precios imposibles hasta para los ricos. Fue una época muy mala. No tenía dinero y nadie me fiaba, debía un montón y ya me habían dado una paliza de aviso. Un montón de veces llegué a casa de Margarita hecho un cromo, sangrando. Nunca hizo preguntas. Yo me tumbaba en el suelo del baño y ella me limpiaba las heridas. Mirando al techo, la escuchaba tararear. Me tranquilizaba y olvidaba mis deudas un rato. Hace poco escuché en la radio la música que canturreaba Margarita. Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada... Yo estaba muy enfermo, necesitaba pillar y nadie me vendía si no pagaba antes mis deudas, eso contando con que no me matasen. Eran muchas pelas... Y lo hice, así, sin más. La tele, la lavadora, el horno, todos los muebles, hasta el lavabo, el retrete y los quemadores de la cocina. Margarita me miraba mientras me lo llevaba. Tampoco protestó, pero me pidió que no volviera nunca más. Como siempre, me lo dijo con los ojos. Dejó de ir al parque y yo conseguí salir del paso; pagué mis deudas y me llegó para comprar lo suficiente para unos días.

Esta parte es borrosa, no sé cuánto tiempo habría pasado. El caso es que me desperté detrás de unos contenedores de basura. Como la otra vez, ¿te das cuenta? No sé cómo, pero se me despejó la mente por primera vez en mucho tiempo y me vino a la cabeza la imagen de Margarita. Comprendí lo que le había hecho y vomité.
La esperaba cada mañana en nuestro banco y nunca apareció. Empecé a llevar mal el negocio. Discutía con los chavales que venían a comprar, me llegué a pegar con alguno. Estaba descentrado, quería ir a buscarla, pero no me atrevía. Llamé una vez por teléfono. Lo cogió una mujer que no era Margarita y colgué. No me lo quitaba de la cabeza: volver a verla, pedirle perdón. Me presenté en su casa. El portal estaba abierto, así que subí hasta la puerta. Todavía tenía las llaves, pero no las usé; llamé al timbre. Una mujer de unos 50 años me abrió la puerta. Supongo que me reconoció, porque me dio un bofetón con todas sus fuerzas. Eché el brazo para atrás para darle un puñetazo, pero a su espalda, apoyada en el marco de una puerta, estaba Margarita. “¡Margarita!”, grité, “tengo que hablar contigo”. Bajó la mirada al suelo y no me respondió. “¿No la has hecho ya bastante daño?”, me dijo la mujer, que resulta que era su hija. “Escúchame, Margarita, te quiero”, gritaba yo, pero ella sólo me miraba con sus ojos claros y tristes. Su hija me dijo que se la llevaba lejos, donde no pudiera encontrarla, que no me molestara en volver por allí y cerró dando un portazo. Le di patadas a la puerta, grité y después me quedé sentado hasta que llegaron los municipales y me echaron a hostias.

Estaba hundido. El negocio ya se me había ido al carajo y sólo me quedaba ratear por ahí. Meterme en los bares y llevarme cualquier cosa al despiste. Yo qué sé, la cartera, el bolso, un walkman, lo que fuera. También di algunos palos a chavalillos, pero nada. Con los blancos más fáciles, los bolsos de las viejas, no pude hacerlo nunca. No sé..., no podía. Deambulaba por las calles mendigando; me importaba todo muy poco ya. Llegó el invierno y empezó a hacer mucho frío. Encontré un perro que me daba calor por las noches y un buen sitio para dormir en un soportal cerca de Moncloa. Los vecinos intentaron echarme. Me gritaban, me insultaban, llamaban a la policía. Como no me iba, al final acabaron dándome una paliza. Capté el mensaje y me fui.

Estaba tirado, en la puta calle, y me acordé que aún tenía las llaves del piso de Margarita. Tenía mucho frío y mucho miedo a que me dieran más palizas, así que me fui para allá. Enchufé dos radiadores eléctricos en la habitación y me dormí. Unas horas, dos días, ni idea. Cuando desperté vi un papel arrugado sobre la mesilla. Estaba escrito con la letra redondeada y elegante de Margarita. Mi hija me lleva a Andorra. No sé si todavía me quieres. Ni siquiera sé por qué estoy escribiendo esto. Lloré durante un buen rato y, aún sin saber muy bien lo que estaba haciendo, me quité la ropa vieja y sucia que llevaba y me puse otra que encontré en el armario. Me quedaba muy grande, su marido debió ser un hombre gordo. Salí a la calle y busqué un coche que tuviera el depósito lleno.

Cambié la radio del coche por provisiones para el viaje y me puse en camino. Creo que paré unas cuantas veces y que me perdí, pero llegué. Andorra no es muy grande, apenas una calle. No tenía ni idea de por dónde empezar a buscarla, así que pregunté en un montón de tiendas. Nadie sabía decirme dónde estaba Margarita. Quizá habría sido más fácil si hubiera sabido su apellido. Me recorrí todos los alrededores, y nada. Estaba ya a punto de volverme para Madrid cuando la vi. Iba con su hija por la calle principal. Llevaban unas bolsas de plástico. No sabía qué hacer, su hija probablemente volvería a pegarme. Entonces, no sé por qué, pité. Y otra vez, más tiempo. Su hija no me reconoció; Margarita sí. Le vi en los ojos perfectamente que estaba feliz de verme. Margarita hizo un gesto, señalando una tienda. Su hija dijo que sí con la cabeza y entró. Ella no. Soltó las bolsas de plástico y vino hacia mí corriendo (bueno, lo más rápido que pudo). Entró en el coche y me besó. Su hija, que ya había salido de la tienda, nos vio y empezó a gritar como una loca. Corrió hacia el coche, pero nosotros ya estábamos lejos.
Cerca de Zaragoza, cogimos una habitación en un hostal. Hicimos el amor. No llevaba las pastillas, pero no hicieron falta.






















Johnny Caracartón
Ilustraciones de Clara Simon Philips